martes, 30 de marzo de 2010

DESPERTAR CON EL AMANECER

Un temprano despertar me llevó a la calle. Ante mis ojos somnolientos se desperezaba una ciudad dormida. Una tenue luz avisaba del tranquilo amanecer del sol que comenzaba a extender sus brazos dibujando sombras sobre un lienzo gris. El aún joven otoño, madrugador, dejaba ver algunas hojas rojizas entre el verdor que poco a poco iba tornándose dorado.

Era una mañana alegre acariciada por la fresca brisa que acompañaba las pequeñas gotas del rocío, ese ligero frio se contrastaba con la luz del sol que bañaba mi piel a pinceladas de formas variadas dejándome la sensación de una cálida caricia. Tras el paseo llegue allí.

Encerrado, pero sintiendo ese amanecer, consciente de lo que había más allá de las ventanas empañadas. No necesitaba más de lo que había ahí, mi cuerpo y la música. El frio se iba alejando, descendía un escalofrío hasta mis pies, ahora había calor. Sentía un calor especial que se movía por mi cuerpo a la par que la música. El movimiento que sentía dentro de mí era la música que sonaba fuera, mi cuerpo y ese extraño calor se unían, comenzaba a bailar. Lo que oía fuera lo sentía dentro, el calor de dentro salía fuera, la música entraba dentro de mí manejando mi cuerpo, dando sentido a movimientos improvisados. La música y yo, dos cuerpos moviéndose con un mismo sentimiento, uno llevado por el otro, juntos, unidos, acariciándose. Aumentaba la respiración, cada vez era más fuerte, los latidos más intensos, el movimiento no cesaba, la música no se detenía, seguía sintiendo ese calor, me seguía dominando la pasión, bailando, dibujando la música con simples gestos que llegaban mas allá de una sola intención.

Un instante, una explosión fue suficiente para sentir el calor, la música por todo el cuerpo. Infinitos movimientos quietos. Un suspiro que arrancaba un latido diferente. La luz del sol, ya deslumbrante, recibía el brillo de mis ojos en aquella mañana.

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