lunes, 3 de enero de 2011

CABALLO BLANCO, MELODÍA DESNUDA



Me miraba fijamente a los ojos, no sabía que me quería decir ni que debía hacer yo. La seguí mirando, contemplé el color de sus ojos (hasta ahora no le había prestado atención), me fascinó tanto que me dio miedo que ella se cansara de esperar alguna respuesta por mi parte. Sólo yo tenía algo que perder, para ella es un juego, un divertimento de bajas expectativas. Por algún motivo me ha dado una oportunidad, pero si no es lo que espera, lo desechará al instante. Así fue, no obtuvo la reacción que quería, me retó a adivinar sus deseos y perdí. Sin la acción adecuada no obtengo recompensa. Me dio la espalda, me arrebató su mirada.
Entonces fue cuando se desnudó para tocar el piano. Entonces fue cuando irrumpió en la sala el caballo blanco. Sería muy extraño que fuese un unicornio o un caballo alado. Tan sólo era un caballo blanco, que se arrimó al piano para escuchar la melodía que nacía en sus dedos desnudos, sus hombros desnudos, su pecho desnudo, su respiración al descubierto.

Su vientre marcaba el tempo de la música, los dedos no sólo acariciaban el teclado, acariciaban su ombligo. Con cada tecla blanca el caballo soltaba un suave relincho. Con cada tecla negra sentía una vibración dentro de mi vientre. Me levanté la camiseta. Me asomé a mi abdomen. Cambiaba de forma, me enseñaba distintas caras grotescas que todas juntas querían decirme algo. Enfado, frustración, entusiasmo, felicidad, engaño, odio, autocompasión, auto compensación... comeré algo. Mi ombligo cayó y el caballo se tornó negro, ya no podía distinguirle entre la oscuridad, pero sus ojos me dedicaron un último brillo antes de abandonar la habitación, sus cascos dedicaron al parqué un último tango.

Ahora estábamos solos y él me había alentado a ello, él entendía (al contrario que yo) porque relinchaba, entendía su melodía. No había podido ver sus ojos desde que se dedicó a tocar el piano, desde que se desnudó. Seguía ajena a lo demás mientras hacía entonar al instrumento y el instrumento le acariciaba todo su cuerpo con una suave música, una suave melodía desnuda.

Cuando le toqué el hombro desnudo, dejó de tocar, se paró y alzó la mirada. Ojos grandes, inocentes e incrédulos, desnudos. Me dedicó una sonrisa, yo sólo supe devolvérsela con la mitad de mi rostro. Una comisura alzada que se aventuró a besar una de sus comisuras que bajó.

Estaba cómodo en esa habitación, era cálida, hacía tiempo que buscaba algo así. Hace frío fuera, eso me animó a desnudarme. Deslicé mi mano por su brazo invitándola a levantarse, contemplé su cuerpo, pero sólo quería mirar sus ojos. Cada nueva vez que contemplaba su iris me fascinaba de una nueva forma. Se acercó, mi cuerpo se estremeció. Eso estaba sucediendo a pesar de cómo yo solía ser. Era capaz de ser, por una vez, como escribo, como bailo que soy.

Mi cuerpo se estremeció, quería envolverme con su piel. Me conformé con un abrazo. Quería seguir escuchando esa música que ella sabía tocar, que sólo ella conseguía hacerme llegar a los oídos para decirme secretos que no sé que son secretos. Pero no quería separarme de ella, sabía que si lo hacía no volvería a acercarse a mí y yo me olvidaría.

Así que el caballo empezó a tocar. No se dejaba ver, pero sabíamos todos en aquella habitación que era blanco. Percibo la música como ruidos distorsionados, pero mi cuerpo la recibe tranquilo y está escuchando paciente para entender su cuerpo.

2 comentarios:

  1. Oh!! parece que sea una escena de un libro, escribes muy bien.

    Feliz Año.
    Eva

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  2. Muchas gracias! Tengo pensado ampliarlo a varias partes con el mismo carácter, si tengo tiempo y experiencias suficientes, lo llevaré a cabo a ver que me queda.

    Feliz Año con retraso.

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