domingo, 24 de mayo de 2009

MATA EL TIEMPO


El tiempo transcurre inexorable. Ajeno a su voluntad recorre la noche con monótona exactitud. Él desea que se acaben pronto las madrugadas de insomnio, pero el tiempo le hace sufrir, no le priva de ninguna hora de pensamientos confusos, de ningún minuto de amargura, le hace vivir cada segundo de tortura como parte de su rutina.

Otra noche más, ya no es ninguna novedad y parece que se está acostumbrando. Se acomoda en la cama, apaga la luz débil que desprendía la lámpara de la mesita. Piensa, tampoco sabe que pensar, sin embargo, según pasa el tiempo todo tipo de ideas le abordan para hacer parecer la oscuridad algo más clara. El tiempo sigue su curso, sin detenerse, sin escrúpulos, sin frenarse en esos momentos buenos, felices, que hacen sonreír y continuando inmutable ante los momentos amargos y dolorosos e insufribles como estas largas noches.

Miraba al frente, cerraba los ojos sin el resultado esperado: dormir. Da una vuelta entre las sábanas, procura no desarmar la cama para por lo menos hacer algo agradable la espera del día. Enciende de nuevo la luz, lee un rato, la vuelve a apagar. Sigue dando vueltas sobre sí mismo, continúa cambiando la posición angustiado, piensa.

Presta atención al inmenso silencio, éste es interrumpido por unos breves repiqueteos constantes. Se desvanecen, no, están de nuevo. Otra vez silencio, no, le parece volver a oírlos. Escucha y es cierto que hay un sonido que ensordece el silencio, rompe la calma tan ansiada por él. Primero sólo era un susurro, poco a poco aumenta la intensidad del recién compañero de sus sueños despiertos hasta permanecer ahí aunque pretenda ignorarle, aunque no quiera hacerle caso. Y se quedará con él mucho tiempo.

Ya que tiene que convivir con ello esa noche, intenta saber qué es, cuáles son sus intenciones y de dónde viene. Una risa tranquilizadora, no es nada más que el sonido del reloj. Un reloj pequeño de aguja que le observaba desde la mesita, le vigila para que no se salte ningún instante del tiempo que le queda sin dormir. Una mirada de las agujas, oscilante pero atenta. Un movimiento circular interrumpido por pausas medidas para dejar que se oiga brevemente el silencio. En su recorrido, el tiempo quiere disfrutar del silencio, una paz infinita, para luego atravesarlo con las manecillas del tormento.

Tic-tac, tic-tac. Cuanto menos escucha, mas oye el ruido del reloj. Se concentra en olvidar, nada, sigue ahí. Cuando parece que se desvanece entre las sombras, vuelve a aparecer con mayor intensidad. Mira con esfuerzo el reloj, ve como gira el segundero sin piedad, ve cómo pasa el tiempo y la luz sigue sin entrar por la ventana, sólo penumbra. Y el sonido permanecía.

Comenzaba a sentir desasosiego, necesita parar de oír el ruido. Sabe que proviene de un simple reloj, pero el sonido estaba en toda la habitación atacándole desde todas partes, rodeaba la cama, golpeaba sus pensamientos nerviosos. Tiene que dejar de oír el ruido, un sencillo mecanismo mandado por el tiempo se estaba burlando de él. Cada tic-tac es una risa malvada y sonora. Daba vueltas sobre sí mismo más rápido, ahora no le importa dormir o no deshacer la cama, solo no oír ese ruido infernal.

Se cubre la cabeza con la almohada, con las manos, ya está, no oye, se ha ido. Vuelve. Cómo es posible si tiene los oídos tapados: está dentro de él, en su cráneo, acompañando sus latidos. Sigue amartillándole, ya no hay apenas silencio, el eco retumba por todas partes. Él sigue el sonido moviendo los ojos de un lado para otro, inquieto. No aguanta más, tiene que dejar de oír ese ruido.

Huye, sale de la cama tropezando con la mesita, sale de la habitación. Pretende escapar. Sin darse cuenta ha llegado a la cocina. Se tranquiliza, se relaja, respira hondo para guardar la calma. La puerta de su cuarto parece alejarse al final del pasillo, de repente se acerca aterradora. Está ahí también, le persigue. Desesperado coge un cuchillo y corre hacia la habitación. Está alterado, ni siquiera nota el frío suelo bajo sus pies descalzos. Necesita dejar de oír ese sonido. Está de nuevo en la habitación, junto al reloj. El aparato aparentemente tranquilo, inocente, realmente martirizante, doloroso, insiste con su tortura. Él lo golpea con el cuchillo, lo destroza con rabia, clava el filo una y otra vez en el instrumento despedazado.

Está tirado en el suelo al lado de las manecillas inutilizadas, con el cuchillo en la palma abierta. Ya se ha ido el ruido, no está. Se calma, la noche turbia se va disipando lentamente, tiene sueño. Por fin entra en un trance tan deseado siempre, está tranquilo, se rinden sus párpados. Tic-tac, tic-tac. Se levanta bruscamente, abre los ojos con fuerza, lo oye otra vez, le ha engañado, viene de todas partes, incluso le parece ver como se mueven las agujas en el suelo marcando su agonía. Necesita dejar de oírlo, agarra el cuchillo con fuerza, lo acerca a sus oídos nublados por el ruido. Se desploma en el suelo, ahora conseguirá dormir. Mira el reloj destrozado con los ojos enardecidos. Ya no oye, pero el sonido continúa: tic-tac, tic-tac, tic…tac…tac…tac…

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