sábado, 29 de agosto de 2009

UNA NOCHE... (II)

Llegaron a una zona tenebrosamente encantadora, con la luna asomando tras algunos árboles caídos y otros alocadamente erguidos. Esperaron unos instantes para admirar el paisaje de la noche que seguramente no volviesen a ver, al menos de día. Impacientes decidieron continuar su camino indeciso, averiguar que había más allá en otra dirección.

Uno de ellos, aunque pretendía estar en todo momento junto al grupo por sus temores al peligro de lo desconocido, no pudo evitar retrasarse ante el rápido caminar de sus amigos y su propia distracción en la belleza de la noche. El grupo decidió ignorar la ausencia del chico asustadizo y distraído, ya volvería, ya aparecería, no hay ningún problema. Pero sí había un problema, la cerveza imperaba sobre el cuerpo de otro de los jóvenes, reclamaba su salida tal y como había entrado por lo que el chico anodino e insignificante en la noche se retiró de la trayectoria.

Recuperó la desventaja con prisa el joven precavido, preguntó dónde estaba uno de sus compañeros sin recibir respuesta. No hay ningún problema. Otro compañero tenía la necesidad de retirarse a unos arbustos. Los tres que aguantaban siguieron su improvisado camino hasta encontrar un lugar que nunca antes habían visto y desconocían su presencia hasta ese momento. Era un enorme vivero, algo muy normal para encontrarse en ese extenso parque, pero bajo el velo de la noche parecía, más bien, un cementerio de árboles. En medio de naves y jardines se encontraba un lago, pequeño, de aguas negras y aparentemente densas sobre las que flotaba majestuosa y espeluznantemente un cisne. Tan blanco que a veces se fundía con el reflejo de la luna en el estanque, con unos ojos vidriosos, negros y a su vez más cristalinos que las aguas que guardaba.

Otra vez llegaba el muchacho rezagado preocupado por sus compañeros que no aparecían. Sin importancia respondían los otros que ya les encontrarían cuando volviesen sobre sus pasos, algo que deberían haber hecho hace ya algún rato. No hay ningún problema.

Siguieron por un camino de tierra que no llevaba más que a una casa vacía resguardada por una verja. Decidieron volver, por fin. Se desafiaron a una carrera, y aunque cansado, el chico menospreciado comenzó con fuerza su reto, también personal, tras uno de ellos. Pronto se distanció el primero a la vez que el último alcanzaba y adelantaba al segundo, este parecía agotarse y ceder su puesto al compañero que avanzaba burlón.

Finalizó la carrera otra vez en la laguna del cisne. Las aguas estaban algo revueltas bajo el impasible nadar calmado e hipnótico del ave. Llegó el joven miedoso a reunirse con su amigo que ganó el reto. El primero se preguntaba extrañado dónde estaba el otro, debería haber ganado a su compañero más débil. Ahora estaba tranquilo, este chico había estado toda la noche nervioso y ahora respondía impávido que le había adelantado al aprovechar una caída probablemente a causa del alcohol.

El ambiente se rodeó de una inexplicable extrañeza. El aire llevaba un olor a sangre, que a pesar de estar latente desde que llegaron a esa zona, ahora era más perceptible. Un reguero rojo tintaba la tierra del camino. Cuando el amigo se dio cuenta de estos detalles y de que veía flotar un cuerpo en el agua, otro cuerpo que asomaba de entre unos arbustos y una persona se desplomaba ante ellos con el abdomen desgarrado, era tarde. Un lo siento murmurado, un susurro del viento, el agudo filo de mi navaja rajó su cuello.

El chico, el joven, el muchacho ignorado, precavido, asustadizo, miedoso, despistado... Habían despertado sus deseos más profundos, un ser escondido, un alma oculta apoderándose de un ser patético como había dicho el vagabundo. Yo.

Abandoné el parque sereno, dando la espalda a los cuerpos inertes de mis amigos en sus lechos de tierra y sangre. Drogado por el nauseabundo olor grana. El único que temía no salir de aquel parque y el único que salió, vivo. El último en entrar y el primero en salir. El que peor lo estaba pasando al principio y el que mejor lo pasó al final. Disfrutaba de cada paso como había disfrutado antes de cada quejido ahogado.
Se abrió una sonrisa en la cara de mi sombra.

Ahora vengo cada día a este páramo de la noche para recordar esta historia que escribo ahora ante la atenta mirada del único testigo, un cisne de plumas rojas.

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